Gemidos, gritos, alaridos, contorsiones y hasta órdenes forman parte del libreto de una película que muchos hombres ven a repetición, casi siempre con la misma actriz: su pareja sexual.
Y lo hacemos con tal exactitud, que los señores terminan sacando pecho e hinchándose como pavos, convencidos de que son los mejores rendidores. Seamos claros: que finjamos orgasmos no es nuevo; la práctica es tan vieja como el mismo aquello.
Lo que resulta curioso son las causas que llevan a las mujeres a manipular los desenlaces amatorios. Para empezar, y según estos sabios, cuatro de cada cinco mujeres que se contornean sin sentir nada en la cama lo hacen porque no llegan al orgasmo; eso las lleva a gritar al mejor estilo de una actriz porno para acelerar el proceso, para animar a su hombre a terminar rápido, y con decoro, una faena que les resulta aburrida.
Otro tanto lo hace por razones humanitarias (si se aplican estándares de la ONU): aparentan estar en el cénit del goce solo para que la autoestima de sus hombres no ruede por debajo de la cama. ¡Tan generosas! Pero hay más: un alto porcentaje finge porque tiene la certeza de que su pareja terminará en un suspiro el encuentro, por asuntos de velocidad en el departamento inferior del cuerpo... Así que, para evitarles la vergüenza a los precoces, empiezan a gemir incluso antes de saludar.
También hay causas menores: el niño que llora en el cuarto de al lado, el celular que hay que contestar, el programa de TV que va a empezar o la alarma del despertador que exige levantarse, hacer el café y salir a trabajar.
Por si fuera poco, el estudio concluye, en forma lapidaria, que nosotras alcanzamos los orgasmos con más facilidad en el juego previo, en las caricias sucedáneas o en el arrumaco posterior a la veloz terminada de los señores, que en el mismo coito.
Claro que los hombres no son tontos y a veces se dan cuenta, pero se callan y siguen con el juego haciéndonos creer que los engañamos. Por eso, aquí sí que cabe una pregunta: en asuntos de polvos, ¿quién engaña a quién? Mejor... ¡coorten! Hasta luego.
Esther Balac en su artículo para El Tiempo